Siempre creí que si hay algo que
de alguna forma nos retrata como argentinos, es el Martin Fierro, que empieza
por ser un Gaucho rebelde y perseguido y resiliente (como está de moda decir
hora), hasta terminar como uno sumiso al sistema de la época, y de alguna forma
acomodaticio y ventajero.
Seguramente habrá muchos que me
critiquen por lo dicho, pero creo que es asi, y que de alguna forma no es más
que una retrato social de la época, y no es casualidad que los concejos del
viejo vizcacha un ser casi despreciable y sin moral, se convirtieran en una
norma de vida para muchos de nosotros, “Hacete amigo del Juez….que siempre es
bueno tener palenque donde rascarse”, es uno de los más celebrados entre
nosotros.
Pero la idea no es criticar al
Martín Fierro, aunque recuerdo siempre una de las ultimas estrofas, “ya va a
venir a esta tierra algún criollo a mandar”, por alguna razón siempre esto
quedo dándome vueltas en la cabeza, porque durante toda la historia Argentina,
siempre se ha esperado que llegue alguien que nos haga caminar, marcando el
paso, con cierto rigor, porque pareciera que por nuestra personalidad
colectiva, no podemos hacernos cargo de nuestros deberes como miembros de una
sociedad que necesita del aporte del común para avanzar.
Esta idea del mando, desde
nuestro nacimiento como país, generó que no pudiésemos darnos instituciones
permanentes que nos sirviesen para lograr una estabilidad institucional durarera.
Posiblemente fue porque, según
afirmo una vez el Dr. Cansanello, el origen de nuestra democracia es
autoritario, y ejemplifico para esto la conducta de Rosas, que tenía sus oídos
puestos en tres patas, los curas, los jueces y los vecinos, y se manejaba
autoritariamente según el ánimo de las partes.
Asi fue que a lo largo del tiempo
hemos tenido sucesivos gobiernos que se dedicaron a mandar, más o menos al
estilo Rosista, poco federal, poco representativo, poco democrático,
privilegiando siempre a algún círculo íntimo, ordenando y haciendo cumplir a
los tiros, o a los gritos, según la época, leyes a veces caprichosas, otras con
nombre y apellido, otras con una clara intencionalidad de llegar a sostenerse
indefinidamente.
Pero siempre con un tácito aval de
una sociedad, que lejos de asumir su responsabilidad, eligió esta vía, como
forma de no comprometerse y asumir la responsabilidad de su destino.
Si no fuese asi, no sería posible
que habiéndonos dado instituciones democráticas, no podemos consolidar un modelo
político, tuvimos la posibilidad de la reforma constitucional, que podía haber
modificado el sistema y nos quedamos a medio camino, tenemos un Presidente
Fuerte, y un casi primer ministro que, casi tiene la responsabilidad del
gobierno, que casi tiene un control parlamentario, que tiene instituciones de
control del estado que casi sirven para controlar, a casi todas la actividades
del gobierno.
Somos el país del Casi, donde
casi todo está por hacer, y casi nada se hace.
Mientras tanto desde el poder se
manda, porque como todo es a medias, el único que puede tener el control total
es el dueño del poder, que puede manejar antojadizamente todo, porque en el
escenario del casi, nos vendamos los ojos para no ver.
Ante la posibilidad del gobierno,
preferimos la del mando, porque nos libera de toda responsabilidad, la culpa de
todo lo malo será siempre del que manda.
Pero esto implica un riesgo
general, el que manda, ejerce el poder a su arbitrio, sin consenso sin
consulta, solo su voluntad es suficiente, y el autoritarismo no tarda en
aflorar a la superficie, se gobierna como el dueño de poder, sin necesidad de
dar explicaciones ni someterse a controles, solo le importa acrecentar su
poder.
De allí a caer en la corrupción
hay un solo paso, porque en ese ejercicio nada es malo, en la medida que todos
cumplan con las necesidades del mandón, en la medida de su voracidad.
La historia reciente nos ha dado
algunos interesantes ejemplos de esto.
El ejercicio del gobierno es algo
diferente, quien gobierna no es depositario de la confianza absoluta, sino que
debe interpretar la voluntad general, debe nutrirse de la opinión de los
ciudadanos, y gobernar en beneficio de esa voluntad.
Eso es la democracia, el imperio
del consenso, de la participación, de la integración, donde todos ejercen un
derecho inalienable, ser parte y protagonista; el pueblo se convierte en
artífice de su destino, y las decisiones que se toman son la consecuencia
lógica de la participación general.
Obviamente que no es fácil
gobernar, porque implica una actitud ética, además de la convicción personal
del gobernante, la inclinación a seguir los dictados de la voluntad popular que
lo puso en el poder.
No hemos tenido en realidad
muchos gobernantes que cumplieran con estas características, y nuestra conducta
social nos hizo elegir el camino fácil, el de los mesiánicos, supuestamente
salvadores de algo que en realidad no estaba perdido.
La función de los partidos
políticos auténticamente democráticos, es recuperar para si este ejercicio,
generando espacios de participación, que sirvan como intérpretes de la voluntad
popular, y la transmitan al gobierno, dejando de actuar como agentes de
propaganda ajustada a la necesidad del gobernante, y al mismo tiempo preparar y
formar a los futuros gobernantes, para que llegado el momento cumplan con esta
función.
Es necesario que la ampliación de
la participación, tenga el rango constitucional que se merece, lo que implica
que tengamos una norma que no sea una casi solución, sino que establezca un
verdadero gobierno cuya representatividad este auténticamente asegurada, no
solo por la cantidad de votos de una elección, sino que asegure que la
representatividad a través de instituciones que aseguren que el gobierno sea el
producto de la voluntad general.
Esto también implica un cambio en
la conducta social, una nueva forma de conducirse como ciudadano, que asumiendo
su protagonismo provoque los cambios necesarios, para poder avanzar hacia un
modelo de gobierno, que acentúe la importancia del ciudadano, pero no como
individuo, sino como parte de una construcción colectiva, en la que las decisiones
se originen en una voluntad univoca producto de la participación activa de los
ciudadanos.
El partido Radical debe asumir la
función de provocar el cambio, de acentuar la dinámica de la democracia,
entendiendo que para avanzar en los cambios es necesario volver hacia sus orígenes,
recuperando la mística que originó su creación, reinstaurando los institutos
partidarios que provocaron que la renovación política fuera posible, se debe
volver a provocar la apertura necesaria, terminado con los mandatos
indefinidos, provocando la renovación permanente de las estructuras, siendo un espacio
de integración y participación natural, y el canal donde se encaucen las
aspiraciones de la sociedad, recuperando su función de intérprete de las más importantes
aspiraciones de la Nación.
Si no comprendemos cual debe ser
nuestra función, y que esta solo se puede cumplir con una dirigencia que este
convencida que su paso solo es temporal, y que debe abrirse a la posibilidad de
renovación permanente de nuestras estructuras, habremos perdido el carácter revolucionario
de nuestros ideales, siendo solamente una estructura electoral eficiente, al
servicio de cualquier ideología, en la medida que esta permita la supervivencia
de una dirigencia posibilista alejada de la voluntad ciudadana, presa del
marketing, y de los slogans más o menos atractivos.