Cada vez que se cumple un aniversario del fallecimiento de
Alfonsín, afloran con nostalgia, el recuerdo de las luchas del radicalismo,
desde el voto popular, hasta la reinstauración de la democracia como sistema
“sine qua non”.
En el 82, muy a pesar de muchos ciudadanos, un hombre
decidido, con una magnifica tozudez, que había luchado durante los años oscuros
de la dictadura, por la defensa de los derechos humanos, incluso enfrentado
contra muchos miembros de su propio partido, que no consintió con ningún acto
dictatorial, desde el golpe hasta la guerra de Malvinas, asumía el riesgo de
liderar un proceso que devolvería el país al camino democrático.
El desafío de Alfonsín, no solo era reencausar al país por
el camino de la democracia, sino hacer comprender a nuestra sociedad que se
debía romper la tendencia a justificar los totalitarismos, un mal enquistado en
la argentina, debido en gran parte al reconocible origen autoritario de la
democracia en nuestro país.
Teníamos los argentinos, y todavía tenemos, una peligrosa
inclinación a caer bajo el influjo de los mandones, de justificar sus actos,
los gobiernos desde 1853 hasta la llegada Yrigoyen, durante la década infame,
el periodo peronista, la revolución Libertadora, Onganía, el peronismo del 72 al 76, la
dictadura, y nuestras propias tradiciones históricas, nos habían acostumbrado a
vivir en un clima político, donde era importante para nosotros tener un mandón
en el poder, porque en el fondo, estos gobiernos que se llamaron asimismo,
patriotas, liberales, socialistas nacionales, Justicialistas, habían
desarrollado su accionar al calor de un exagerado culto a la personalidad, y
una concepción utilitarista del estado, donde en los periodos democráticos se
conservaba una formalidad política restringida por la influencia del poder,
pero detrás un férreo ejercicio del mando manejaba los asuntos del país, y en
las dictaduras la lógica del matón y la violencia del estado eran la
característica que identificaba al accionar del gobierno.
Durante el sueño breve de Illia, como lo llamó Cesar Tchach,
el país pudo vislumbrar que existía un estilo diferente, que había un modo
distinto de gobernar, una verdadera democracia, sin un mandón a cargo, con un
presidente con una actitud simple, pero valiente, que nos decía que debíamos aprender
a ser parte, que éramos parte, que debíamos ejercitar el gobernarnos, sin depender
de ningún milagroso y mesiánico salvador de turno, realmente fue un sueño
breve, interrumpido por un golpe que hundió las posibilidades de ser realmente una
Nación de hombres responsables participes y hacedores de su propio destino.
EL país cayo nuevamente en la tentación totalitaria, las
campanas del orden tocaban de nuevo, y la sociedad seducida nuevamente por esa combinación
marcial de trompetas y liberalismo económico, perdió su oportunidad.
el 73 era la posibilidad de recomenzar el tránsito hacia una
argentina nueva, insertada en una modernidad que aparecía en el horizonte, pero
el deseo de revancha y la tentación totalitaria, pudo más, y terminamos en un
gobierno, violento, fratricida, en el que el único lenguaje posible entre las
facciones en pugna era la violencia, la lucha armada de las organizaciones dejo
de ser revolucionaria para convertirse en criminal, dejo de ser de izquierda
para convertirse en fascista, la respuesta de gobierno con una violencia mayor,
más ilegal, más cruenta, concluyo cuando las soluciones eran prácticamente imposibles,
si no implicaban el sacrificio de una dirigencia que no estaba dispuesta a
abandonar ningún privilegio, y de los grupos terroristas que sumergidos en una
irracionalidad manifiesta, tampoco podían detenerse, La solución fue
definitivamente llamar a los cuarteles, entregarles el poder y dejar al país
nuevamente en sus manos, y que terminaría cayendo en el descredito, que violo
todos los derechos humanos posibles, que entrego el país a la voracidad de los
capitales extra nacionales, que violó la constitución hasta el punto de
convertirla en la letra muerta de un sueño centenario. Y cuando el régimen se encontró
encerrado en su propio fracaso provoco una guerra, suicida e innecesaria,
arrastrando a la muerte y a desesperación a una generación de jóvenes, que
tenían mucho para darle al país.
La llegada de Alfonsín, con su mochila de años de lucha por
la democracia, implicaba la posibilidad de realizar aquel sueño breve de Illia,
implicaba que la democracia social no era una entelequia sino una posibilidad
concreta.
También era una realidad la posibilidad de una justicia que
asumiera la responsabilidad de juzgar y condenar a los culpables de la
violencia setentista, y nos diera la posibilidad de construir una sociedad
donde la violencia no volviera a ser la protagonista de la política.
Alfonsín significaba la posibilidad de ser parte de un país
normal, con un gobierno de todos los días, con leyes e instituciones con las
que pudiésemos identificarnos como sociedad.
Libertad, participación, integración social, justicia,
igualdad, eran la bandera que levantaba Alfonsín y que todos, casi sin excepción
entendíamos que era el quien marcaba el camino a seguir, para poder reconstruir
el tejido social que constituye el país.
Hoy el partido después de recorrer un camino sinuoso de la
mano de una dirigencia, que detrás del éxito fácil, sin intentar el sacrificio
de la lucha ha entregado al radicalismo a una agrupación política que lejos de
representar una forma de política ideológicamente, representan las antípodas de
nuestro pensamiento, basta con leer la declaraciones de sus dirigentes (que los
medios importantes publican constantemente), para darse cuenta que lo que en
realidad representan.
La situación en la que nos encontramos hoy, nos debe hacer
pedir perdón al padre de la democracia argentina, y sería bueno que, como dijo
alguna vez Alem, coloquemos crespones negros en nuestras banderas, y en nuestro
comités, en señal de luto por la desaparición del sueño Radical.