La violencia de parte, no reconoce
ámbitos ni objetivos, a veces pareciera que tiene que ver con el pasado animal
del mono evolucionado que somos, que escondemos en algún gen, así como el color
del ojos, el pelo, el tono de la piel, la talla, etc.; decía, un gen asociado
con el acto violento, y que en determinadas situaciones sube a flor de piel y
estalla, haciendo de nosotros el animal irracional que alguna vez fuimos.
Gracias a la evolución, algunos
hombres (cuando digo hombres no me refiero al macho de la raza, sino a todos
los seres humanos), no desarrollan el gen de la violencia…, creo que es la
mayoría, y su desarrollo intelectual permite que existan limites, países,
constituciones, leyes, magistrados…, que se ocupan de poner algunas cosas en su
lugar, por acuerdo de una mayoría que elige la paz como forma de vida, pero en
ese mismo ámbito donde una mayoría puede elegir la paz, hay algunos individuos,
que lejos de poder vivir en comunidad deciden que sus instintos más violentos
guíen su vida, y sus actos.
Pero hay una diferencia sustancial
en el mundo animal, la violencia humana solo puede ser el producto de una
emoción violenta durante unos pocos segundos, el resto implica un acto
intelectual, no inteligente (por lo menos en el sentido popular de la palabra),
es decir: se necesita hacer una valoración de la situación, y tomar la decisión
de cometer un acto violento.
Cuando la violencia es un acto en
grupo, esa elaboración intelectual, es además un acto terriblemente perverso,
porque implica la existencia de un líder que decide realizar un acto violento,
que convence a otros que valoran su interés como legítimo y valido, por lo
tanto bueno, y deciden acompañarlo, o en el peor de los casos uniformemente detrás
de él deciden acometer furiosamente, mientras el líder observa, como un
general, la violencia desencadenada de su tropa.
Al tomar la decisión de cometer un
acto violento, el hombre se convierte en un animal salvaje, que no puede
adaptarse a la necesidad de actuar solidariamente, como implica desarrollar la
vida dentro de una sociedad; cuando además, el ejercicio de esa violencia es un
motivo de orgullo y decide vanagloriarse del hecho ante sus iguales, o peor,
ante quienes considera inferiores, el violento se convierte en un inadaptado,
que solo necesita una excusa que le permita iniciar el proceso mental que
desatará la violencia, que no es más que el verdadero método de expresión que
intelectualmente ha elegido.
La violencia del inadaptado no
reconoce clases sociales, ni formación educativa, el violento no necesariamente
se come las eses, sino que es un ente que en su desarrollo mental no adquirió
la capacidad de distinguir entre lo moralmente bueno y lo moralmente malo, por
lo tanto tampoco se le puede pedir una conducta que siga cánones éticos, y eso
lo pone en un plano distinto de los otros entes humanos, la mayoría, que si lo
pueden distinguir.
El individuo violento en realidad
no es inmoral, porque ser inmoral implica que se reconoce lo bueno de lo malo,
y se toma la decisión de hacer lo malo, lo que no necesariamente implica un
acto de violencia; en cambio, el violento es amoral porque, en realidad el
amoral, no sabe que la moral existe por lo tanto no puede reconocer entre el
bien y el mal, lo cual lo convierte en un individuo peligroso para compartir la
vida de la comunidad.
Lo peor de esto es que el violento
amoral, se convierte en un instrumento en manos de los inmorales, y aquí es
adonde uno quiere llegar, porque los últimos 50 años de la historia argentina
han estado plagado de inmorales que han utilizado a los violentos en beneficio
de sus intereses, o han vendido sus servicios a otros inmorales con más poder,
que necesitan sustentarlo utilizando el beneficio del miedo, para proteger su
“territorio”.
Este es el caso tan reconocible de
las barras bravas, grupos de personas que deciden canalizar sus instintos
violentos en los espectáculos deportivos, que suelen estar a disposición de los
intereses de los dirigentes de turno, que además suelen recibir favores
adicionales; el presidente de un club de futbol fue diputado nacional, en ese
periodo un conocido barra brava, en proceso por asesinato, trabajaba en el
ámbito del congreso, este dirigente político negó conocerlo, y saber quién era;
lo más interesante es que el ex diputado también tiene aspiraciones
presidenciales. También otro dirigente hace poco utilizó una barra brava para
asegurarse el resultado de una convención política.
Esto, obviamente, no es una novedad
para nadie, pero lo que sí es interesante es ver cómo es que la sociedad
disocia los hechos de la personas, todos sabemos que las barras bravas tienen
conexión con los dirigentes y con la política; pero no podemos asociar al
político con los hechos, lo cual los pone en un espacio de impunidad, legitimado
por una sociedad que no solo no los condena, sino, que además, los vota.
La problemática de las barras
bravas, en nuestro país, es amplia y complicada, porque el problema de fondo
está dentro de nuestra legislación, que ha sido elaborada por las mismas
personas que utilizan los servicios de estas organizaciones, y la justicia que
se ajusta a las necesidades del poder, en lugar de utilizar la fuerza de la
jurisprudencia a la hora de interpretar y condenar los hechos violentos.
Pero además de esta violencia de
grupos, está la otra violencia, la de individuos, que con la misma estructura
intelectual que los otros, deciden ejercer la violencia contra la sociedad.
Me refiero a aquellos que dirigen
sus actos en forma individual, contra los otros miembros de la sociedad con los
que deben convivir, aquellos que consideran la violencia como el único método
válido para la resolución de conflictos.
Este tipo de violentos son quizá los
elementos más nocivos de la tabla periódica de la violencia, porque además de
su amoralidad, tienen la habilidad del psicópata de envolver a las víctimas
para esconder sus verdaderas intenciones, y que además suelen tener la protección
y, cuando no, la complicidad del poder y la justicia.
Lamentablemente los cánones
sociales de nuestro país, siempre justificaron a estos violentos, a los que
matan en un robo, a los conductores homicidas, a los que asesinan, secuestran a
los que abusan de menores, a los criminales de género.
Son estos últimos, los violadores,
los asesinos, y los criminales de género, aquellos que creen que su forma de ejercer
la violencia está justificada por la reacción del otro y, que de algún modo,
gozan de la protección de la sociedad, basada en prejuicios de años que
arrastramos en nuestra educación.
Cada vez que una violación es
perpetrada hay algún sector de la sociedad que puede decir algo, si es contra
un menor, una parte de la sociedad se pregunta ¿dónde estaban los padres?, o si
la mujer estaba vestida provocativamente, o si a lo mejor era una libertina,
que se lo busco, si se trata de un caso de violencia de género, la sociedad
pregunta, ¿qué le hizo?, ¿porque lo provocó?, ¿Por qué en lugar de denunciar no
protege la institución familiar?, terminando invariablemente sentenciando, con
la frase más famosa de la Argentina, “Por algo habrá sido”.
La justicia termina siendo
funcional a este tipo de conductas sociales, porque también está contaminada
por el mismo tipo de prejuicios y preconceptos que el resto de la sociedad, aunque
también la legislación termina por proteger a este tipo de violentos, por los
mismos prejuicios culturales.
Pero los que creemos que ningún tipo
de violencia es válida somos más, ¿entonces, como es que no podemos imponer
nuestra visión común?, ¿Cómo es que no podemos conseguir que la ley y las
instituciones nos protejan?.
El problema está en nosotros
mismos, en ejercer la responsabilidad que nos compete como sociedad, en no
ejercer el protagonismo que la democracia nos otorga, en creer que haciendo
como el avestruz las cosas no pasan, en permitir siempre, por el solo hecho de
creer que todo está resuelto en otros niveles, y que no tenemos peso en la decisión.
A pesar los 30 años de democracia más
o menos estable, seguimos sin comprender que somos nosotros los que ponemos a
nuestros gobernantes, que se deben a nosotros, el pueblo, y tenemos el poder de
cambiarlo todo, porque es del pueblo el poder hacerlo así.
No habría violencia posible de ningún
tipo si la sociedad no se desentendiera de esta problemática, si no sumiera la
responsabilidad de impedirla, porque si no es así, se harán miles de marchas, y
las cosas seguirán iguales, y habrá una mujer muerta cada 30 horas, y nuestros
hermanos originarios seguirán siendo asesinados, y nuestros abuelos seguirán siendo
estafados, y los niños seguirán siendo abusados, y los barras bravas seguirán exhibiendo
su impunidad y la violencia no cesara nunca.
Por eso es importante recordar el
final de aquel viejo escrito, que se le atribuye a Bertold Brech “…Ahora están
golpeando mi puerta, vienen a llevarme a mí, pero ya es demasiado tarde.”.-
Carlos Gowland.